El Orejón. Colabora

miércoles, 1 de octubre de 2014

Del noble arte de plantar cipreses en la roca

Seguramente los habréis visto mil y una veces, los habréis fotografiado, mirado y requete-mirado en diversas ocasiones. Siempre están ahí, quitecicos, los habéis mirado... ¿Pero los habéis visto? ¿Observado? ¿Habéis, alguna vez, advertido su presencia? Seguro que sí, que el hecho de que estéis leyendo este blog no tiene nada que ver con que no seáis gente observadora y crítica. Aunque para aquellos "ciegos" del detalle en los planos generales nos convendría aclarar que hoy va la cosa de cipreses. De los cipreses del castillo.

No. Hoy no mires al castillo, mira los arbolicos.

Pues si como decimos, ilustres lectores, sois gente que de tan ilustre os huele algo raro la presencia de dicha especie del género Cupressus, podemos garantizaros que sí. Que hay algo que no parece cuadrar del todo. Y ese algo es el hecho de alzar su vertical figura sobre la dura, fría y estéril roca viva.

Que no os despiste la hierbecica.
Donde no hay suelo-suelo, no hay árbol.

¿Cómo pueden vivir estos cipreses y demás arbolicos, sin hueco ni espacio para sus raíces? ¿Cómo han podido surgir, crecer y asentarse tan firmemente sobre la dura caliza del cerro de San Cristóbal? Porque basta con echarle un ojo a foticos antiguas del monumento, donde claramente se ve la peña sin ni siquiera algún matojo destacable. Y para colmo de males, la raíces de un ciprés tienden a tirar para abajo, agarrándose profundamente al suelo (si lo hay claro) y recordamos que son raíces, no brocas de taladro y que nuestro castillo se levanta sobre una piedra sin apenas grietas que puedan ayudar a que las plantas vayan erosionando el tema poco a poco.

Ahí no había ná de ná. Ni debería haberlo.

Entonces ¿Dónde está la trampa? Vale, que los han puesto, que esas cosas no surgen así porque sí por sí solos. ¿Pero por qué están donde teóricamente no pueden estar? La respuesta se la hemos dado arriba. No es casualidad que sea el ciprés (arcipréh en nuestro noble dialecto madre) el árbol por antonomasia de todo cementerio que se precie. Como su raíz tiende a tirar para abajo (normalmente se hunde casi tanto como la altura de la copa) pues no va por ahí agrietando tumbas, turbando la paz del eterno descanso o levantando restos cual apocalipsis zombie.

Bueno. Aparte de cipreses, en nuestro cementerio también
prolifera el festero en acto de homenaje.

El truco es bien sencillo: Si no hay hueco, hacemos el hueco y plantamos el arbolico ahí. La gracia del asunto es que nunca hizo falta perforar la caliza. El hueco ya estaba. ¿Cómo? ¿Por qué? Pues esos huecos han estado ahí muchísimos años antes, sólo que tenían otra función: Eran las chimeneas de las casas-cueva del castillo. Basta con irse a lo de los Tuaregs para ver unas cuanta de esas.

Casicas pegás al castillo. Con la obra ya hecha no cuestá ná
plantar arbolicos.

A la rectilínea raíz del ciprés le venía de perlas el hueco cegado con tierra de las antiguas chimeneas. Rectas y tirando pa lo hondo. Pues nada. Hale. Otro misterio más resuelto. Otro día trataremos de ver qué pasa con el misterio de lo que se le pasó por la cabeza al responsable de las líneas blancas de la torre. Eso sí que es un verdadero misterio.


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